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_TU MUNDO FANTÁSTICO (RELATOS DE CIENCIA FICCIÓN Y FANTÁSTICO)
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PREMIOS MEKHUTHZSINE

EN BLANCO Y NEGRO
Los problemas comenzaron cuando la madre de Pedro se enfrentó a los principios de la Magia Negra que su propia madre representaba. Él recordaba cómo de niño fue teniendo acceso a la hechicería mientras descubría en objetos inanimados un mundo de secretos para unos pocos. Una vela negra, un amor dividido. Un montón de alfileres, una muerte. Un mazo de cartas, la lectura de un porvenir cuyo dinero siempre pasaba a la abultada cuenta bancaria de la abuela. Ella fue quien le enseñó que las claves mayores y las menores eran los Grandes Misterios que usados de cierta forma daban poder por el poder mismo.
Pedro -con sólo seis años- aprendió a convocar elementales para hacer sufrir a los enemigos de la escuela en carne y alma propia, aquello por lo que el Mal trabaja desconociendo que era mucho más que un juego entretenido. Tenía un don único para enfrentar a la Naturaleza, sin saberse invocando al servicio del Maligno.
Su madre, también iniciada desde chica en las artes de la nigromancia y conocedora de sus resultados, no dudó en apartarlo de los rencores y los malos sentimientos que la oscuridad implicaba. Se lo arrancó a la abuela para reencauzarlo en el camino blanco que atrae al Bien. Fue en ese momento cuando la abuela desató la ira contra la hija.
-Sos débil y blanda como tu padre. No voy a permitirte impunemente que saques a Pedro de mi lado (el cual -según ella- tenía la fortaleza necesaria para practicar maleficios por innata revelación).
En tanto él, con la mirada de sus ojos chicos, no entendía por qué estaba en ese lugar de botín de guerra disputado para lo blanco o lo negro si para él eran sólo divertimentos. Debió partir con su madre dejando a la querida abuela, quien juró a la hija secarla en vida mediante negros rituales. Y en el medio el niño amándolas a ambas.
Pasaron años en los cuales su mamá debió recurrir a las claves aprendidas para defenderse en círculos mágicos; sin esconder la pena al protegerse de quien amaba. Y Pedro -poco a poco- fue aprendiendo que el Bien surge del Mal. Comenzó a utilizar los hechizos conocidos de niño, no para atacar a la abuela – extrañada por siempre- sino para proteger a la madre de enconos incomprendidos.
No funcionó. Un accidente la dejó dos años en coma cuatro y, desesperado, llamó a la abuela para unir fuerzas a favor de la recuperación:
-Hace años que está muerta para mí. Tanto que en el fondo de casa hice una lápida de madera y la enterré bajo tierra traída del cementerio.
Una carcajada perversa sonó junto a un le dije que la secaría en vida. Y cortó.
Pedro iba cada día a ver la madre al hospital pero ella no respondía a pesar de las energías benéficas conjuradas. Casi al límite de esos años comatosos recibió una llamada de un estudio jurídico para informarle que la abuela había muerto y él era heredero de la propiedad y sus bienes.
Aunque dudó terminó mudándose a esa casa de intenso frío y supo que -tarde o temprano- debería enfrentarse al espíritu de esa abuela que ni muerta tenía paz. Trató de dilatarlo pero las señales de la lucha por venir eran claras. Ruidos nocturnos; risotadas estremecedoras y un lo sabías lo despertaban todas las noches.
Un viernes se decidió. En una habitación silenciosa y bien ventilada colocó su altar con cruces, estampitas, gemas, velas, sal, tierra y mucha fe. Se vistió de túnica blanca y capa violeta. Con la vara de cerezo armó el sagrado redondel, incluyendo dentro las velas dedicadas a los arcángeles de los cuatro puntos cardinales. Las flores y los objetos bendecidos, rodeados de agua, cobrarían vida para que la Quintaesencia del Universo que yace en las Edades lo asistiera.
Hizo dentro de él la oración de protección y aferró la cruz contra el pecho para iniciar la súplica a la que endulzó con mirra, incienso y benjuí. A los pocos minutos apareció de la nada una niebla y un viento atifonado lo empujó contra la pared arrasando con todo. Quedó a la deriva de las emociones; no obstante, pudo ver la transformación de ese espectro brumoso en aquel ser amado que con victoriosa risa decía: No vas a poder.
Pedro, dolorido, se arrastró hasta el círculo roto y lo rearmó con la varita tanto como el atontamiento le permitió. Sin embargo, comprendió que las palabras aprendidas en algún tratado no servirían con ella. Por lo tanto, recurrió a lo único que podría vencerla.
-Abuela, nunca tuviste poder sobre nosotros porque a pesar de tus siniestros trabajos no derrotaste al cariño sentido por vos. Así que ya ves, fracasaste (gritó sin intentar ocultar el llanto).
El viento feroz se detuvo al instante. Las velas se encendieron solas y Pedro hizo la Señal de la Cruz Cabalística, aún con el cuerpo en shock. El espíritu de la abuela surgió agobiado por años de desamor. La vio llorar. Ella le acarició con ternura la cabeza y desapareció dejando un halo perfumado por el cual Pedro descubrió cuán poderoso es amar.
Lastimado como estaba cerró el redondel con el debido rezo. Se cambió y corrió a ver a su madre quien, de pronto y sin explicación médica, comenzó a agonizar. Él sabía el por qué: había resistido sólo para emitir luminiscencia a su hijo en su batalla ante lo siniestro. Así que antes de la muerte, le contó al oído lo ocurrido y -aunque nadie fue testigo- ella sonrió satisfecha. Luego partió en paz.
El muchacho vivió la tristeza ante lo inevitable pero con la sensación del deber cumplido. Cuando, de repente, diminutas luces blancas -como purpurina- ascendieron preparando el campo energético para el desprendimiento del Cordón de Plata. Una sensación beatífica cundió en el ambiente. Levantó la vista y vio a la abuela esperando a la madre para conducirla hacia los guías de la luz. Finalmente juntas -pensó reconfortado.
Esta vez la enfermera lo presenció y quedó paralizada.
BARBARELA ACUÑA
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ALMA CONDENADA
Sentada en una silla desvencijada por el paso del tiempo, sin ánimo para sonreír, meditabunda y lúgubre, estaba la tía Anguileta cerca del fuego. Le dolían los años, los achaques y el corazón, que ya no tenía fuerzas para soportar tanto sufrimiento. ¿Dónde estaría Jaime, su único hijo? Él sí que hubiera llevado bien la hacienda y hubiera mantenido limpia de hollín la chimenea cuyo humo se expandía parcialmente por la habitación.
¡Las guerras, ay, las guerras! pensaba la tía Anguileta. Ellas se habían llevado lo que más quería y también sus ganas de vivir. ¿Para qué quería todo su dinero? No tenía nietos ya que su hijo, un idealista, había preferido ir a luchar por el verdadero rey, Don Carlos. ¡Dios sabría dónde estaría porque aún no había vuelto...! Siete largos años sin tener noticias suyas....
¿Para qué quería todo el dinero si su único bien, su hijo, no lo disfrutaría? Ella lo guardaba bien escondido ya que no había perdido la esperanza de que volviera.
Mientras la tía Anguileta estaba sumida en sus dolorosos pensamientos y en el recuerdo de su hijo Jaime, un gato gris a rayas blancas y negras, el gato de la casa, perseguía un ratón que escapó de sus garras escondiéndose en uno de los numerosos agujeros que había en las paredes desconchadas, centenarias.
La tía Anguileta vivía en una casa enorme que había disfrutado de mejores tiempos. El portal era bastante ancho para que entrara un carro. A ambos lados de la entrada sendas puertas de nogal conducían a dos habitaciones con ventanas al exterior. A mano izquierda, después del dormitorio, se encontraba el comedor de la casa, el sitio en el que en ese momento se hallaba su dueña llorando por el hijo ausente. En el amplio comedor desembocaba una escalera  a través de cuya puerta se accedía a las habitaciones superiores . A continuación había un patio con un pozo en medio. De él sacaba el agua la tía Anguileta, a pesar de sus achaques, para beber, cocinar y lavar.
En aquellos momentos la casa resultaba lúgubre como el aspecto de su dueña, sucia, vieja. Cualquiera que no hubiera conocido quién era la tía Anguileta habría pensado que se trataba de un caserón deshabitado o que servía de asilo a los pobres sin techo. Sin embargo, hubieran errado totalmente, pues aquella mansión había experimentado la alegría de las fiestas, y las risa y el llanto de su heredero, el sol de la familia.
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-Mañana tenemos que entrar y robar el oro a la vieja, ella sabrá dónde está escondido... Pero de mañana no pasa, ¿eh?- advirtió un joven sucio de mirada torva.
-¿Y cómo lo encontraremos? - preguntó el jovenzuelo que lo acompañaba.
Ambos se encontraban en la taberna del pueblo, el sitio en el que se reunía lo mejorcito de cada casa. Allí acudían los jugadores, los borrachos, los ladrones, los pendencieros y la gente de mal vivir de parte de la comarca.
-Ella nos dirá dónde está, y luego...-El joven sucio hizo con el dedo índice una señal de izquierda a derecha sobre su cuello.
El jovenzuelo palideció. No deseaba llegar tan lejos pero necesitaba el dinero y a la vieja no le servía de nada. Procuraría no ensuciarse las manos, pero si no había más remedio...
-¿Por dónde entraremos, Andreu?
El joven sucio le dijo que era fácil desmontar la ventana de una de las habitaciones ya que los goznes estaban medio sueltos y la vieja no se preocupaba por arreglarlos.
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La noche siguiente la tía Anguileta sufrió por última vez. Su llanto no conmovió a los malhechores, que la torturaron para que confesara dónde tenía escondido el tesoro, robaron su oro, la asesinaron y la echaron dentro del pozo.
Al día siguiente se descubrió el crimen pero nunca se supo quién lo había cometido. Jaime, su hijo, no volvió de la guerra y la gente del pueblo empezó a olvidar el atroz asesinato cometido en la casa de la tía Anguileta.
Nadie quiso volver a habitar aquella mansión que simbolizaba el sufrimiento de una anciana sola, débil y desgraciada.
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Años después el caserón se convirtió en refugio para mendigos que no tuvieran un techo que los cubriera. Pero hasta ellos empezaron a huir despavoridos de la casa. Contaban que todos los días, a las doce de la noche, se abría el portón de par en par y la comida que había en la despensa bajaba rodando por los peldaños de la escalera que conducía desde el comedor a las habitaciones superiores. Si bajaban huevos, no se rompían. El atroz miedo que inundaba los corazones de los necesitados a los que no les quedaba otro remedio que buscar en la casa embrujada cobijo, no es digno de describir. Algunos contaban haber visto un rostro macilento cuya lengua morada se escapaba involuntariamente de la boca. Y es que la tía Anguileta había sido torturada tan brutalmente que su propio dolor se aparecía como un lamento, como una muda súplica que buscara ayuda en los miserables que se habían adueñado de su casa.
La mansión volvía a quedarse sola, puesto que que el alma en pena de la tía Anguileta vagaba por todos sus rincones, presidiendo el que siempre fue su hogar. Todos pensaban que la anciana se negaba a abandonarla, tal vez esperando que regresara su amado hijo.
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Finalmente la Iglesia tomó cartas en el asunto y un sacerdote fue a bendecir la casa y a rogar por el eterno descanso del alma de su dueña. A partir de este momento cesó toda actividad paranormal.
Nunca supieron los habitantes del pueblo con certeza quién había asesinado a la pobre anciana, pero sí observaron que alguna familia, que antes no tenía para  comer ni un mendrugo de pan, prosperaba inesperadamente. De pobres inmisericordes se convirtieron en ricos agricultores. Las murmuraciones corrían por el pueblo y penetraban en todos los hogares de bien, hasta el punto que entraron en la casa de la nieta de uno de los asesinos de boca de su hijo, que se había peleado en la plaza porque sus amigos habían dicho que su abuelo era un asesino. Ni corta ni perezosa, María, que se tenía por mujer honesta, se presentó en casa de su padre y le preguntó si conocía alguna historia en la que se mencionara que el abuelo había asesinado a alguien. El anciano no mintió. Pidió a su hija que se sentara y, con ojos enrojecidos por el disgusto, contó a su hija el secreto de la familia.
María salió cabizbaja de la casa paterna para acudir al día siguiente a la iglesia a confesarse. Pertenecía a esa clase de personas rectas y sin mácula, incapaz de cometer una atrocidad. Llorando contó al confesor la patética historia familiar. Estaba dispuesta a restituir todo lo robado que estuviese en su poder, con tal que Dios exonerara, al menos a sus hijos y a ella, de la culpa. El sacerdote le dijo que era imposible, pues no había constancia de que el hijo de la tía Anguileta hubiese regresado, de manera que, si había sobrevivido a la guerra, nunca había vuelto a casa y por ello no se le podía devolver el dinero. A cambio de la absolución, para ella y para su familia, se comprometió a rezar, durante todo lo que le restara de vida, el rosario en público.
Mientras caían las bombas durante la Guerra civil, María paseaba, desde el pueblo al río, rezando el rosario y orando por el perdón del gran pecado de su familia.
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La casa existe en el casco antiguo de mi pueblo. La historia me la contaba mi abuela cuando era pequeña. Yo me sentaba sobre un cojín, bordado con la cara de un hermoso gato con bigotes dorados, y escuchaba atentamente todas las historias reales que habían ocurrido en el pueblo.
MARÍA ORETO MARTÍNEZ SANCHÍS
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LA CLAUDIONA RIVAS
La Claudiona Rivas es una vieja grandísima, pelo crespo, medio cano, algo se asemeja a la Tongolele, da clases en una escuela comunitaria y vende contratos falsos a maestros principiantes que hacen lo que sea por un trabajo. Ha sido denunciada varias veces por cobrar fuertes sumas por contratos inexistentes y nadie le dice nada. Se dice médium la citada señora, de manera que son muchas las personas que le visitan en su domicilio ya sea para que les lea el mazo del tarot, además de limpias, con su respectiva somatada con chilca y ahumada con puros de tabaco barato y hediondo. “Yo te conjuro puro, en el nombre de Satanás, Luzbel y Lucifer. Alfiler, alfiler, por las virtudes que tú tienes, las de tu amigo Diego, poder hacer que fulana de tal sienta amor y desesperación por mí. Niños lloren, perros ladren, gatos maúllen. Santa María, reina de maravillas, que en la ciudad de Mangles no haya caballero que no quebrantes. Así como venciste el corazón de tu padre y de tu madre, fulana de tal, y aunque le pongan agua al diablo se ha de desesperar por mí”. Después que la persona ha recitado la “Oración del puro”, se le hace fumar muchos puros de tabaco viejo y de horrible sabor. También hay otro procedimiento en el cual se hace que la persona se pase por el cuerpo un huevo de gallina, frotándoselo para extraer las malas vibras, luego se lleva el huevo dentro de un vaso con agua, y se deja tres días en la orilla de un río, luego al cuarto día por la mañana debe irse a verificar el vaso y el huevo. Si el agua burbujea, esto es, se torna efervescente, es signo que la persona está embrujada. A veces el agua y el huevo se tornan negros y la yema se llena de sangre, es señal de enfermedad puesta por un brujo poderoso, y no tiene cura, más que dándole al brujo una fuerte suma de dinero, o deshaciendo el hechizo, o amarre que le fue impuesto a la persona. También hay un ritual en el cual se degolla un gato negro, se le mete el nombre completo de la persona deseada, luego se entierra el cadáver, y esa persona del nombre escrito dentro del cadáver del gato se enamora perdidamente de quien realizó el hechizo. Hay otro en el cual al gato se le llena de papel los agujeros de los ojos, los esfínteres y cualquier agujero por donde se pueda vaciar sangre, se le entierra un viernes de luna llena en un terreno baldío. Al siguiente viernes de luna llena se vuelve a las doce de la noche, con la posibilidad de hallarse un demonio, o un duende guardián en el lugar donde se enterró el animal, en cuya tumba nacerá un árbol, se dice que si se logra convencer al demonio o al duende guardián, uno puede tomar de los frutos del árbol del cadáver, que son unas pequeñas semillas, que al ser comidas, o deshechas en las manos y esparcidas el polvo sobre el cuerpo, producen invisibilidad. Hay otra forma de hacerse invisible, siempre utilizando un gato, solamente que esta vez el gato es degollado y metido en un caldero hirviendo, al tiempo que se recita el conjuro “Con la clavícula de Salomón”, del libro infernal. Al deshacerse la piel del gato en el caldero solamente quedaran los huesos limpios y blancos, inmaculados, estos se morderán uno a uno frente a un espejo, hasta hallar el hueso de invisibilidad de los gatos.
La oración de las siete palabras, para la gente atemorizada de espíritu, siete espíritus y siete montes y agua de colonia siete machos para los desmayos, meterle un áspid en el estómago a un enemigo, un sapo en la panza, Tierra del Perro Rastreador para ahuyentar enemigos, agua de rosas y limones en cruz con incienso y mirra para traer clientes a los negocios, el llama-llama y el venga- venga, escobas al revés para que se vaya alguien no deseado, todos estos conjuros son chicos, según ella dice, comparados con su don de la mediumnidad.

Entra en trance y sus ojos se desorbitan, de su boca brota espuma, se contorsiona como una serpiente, su voz se torna completamente hombruna y es capaz de levantar cosas como roperos viejos llenos de cosas en ese momento, entre otras cosas. Se acerca a la mesa y toma la ofrenda, una botella de ron blanco que bebe de un solo golpe, para luego devorar maíz, mucho maíz crudo que le es a su vez ofrendado. Luego dice algo raro, como:
“¿Quién ha osado despertar al espíritu del rey Salomón?” “¿Qué me quieren preguntar?”.
Algo de cierto tendrán sus vaticinios, pues la gente sigue yendo a verla.
En una ocasión fuimos con unos amigos a beber cervezas a una gasolinera, y uno de los que nos acompañaban se puso insolente, de manera que alguien llamó a la policía, cuando los policías aparecieron, nosotros no pudimos determinar el paradero del amigo que había provocado bochinches, de manera que los que nos quedamos fuimos molestados por los agentes un buen rato, y hasta amenazaron con llevarnos a la comisaría, no sé si en broma, no sé si de verdad, pero nos engrilletaron y nos tuvieron así uno contra el otro por mucho tiempo, hasta que se hubieron burlado lo suficiente de nuestras caras de contrariedad.
Momentos más tarde encontramos al amigo que se había desaparecido, y al preguntarle, nos dijo que había utilizado un conjuro de invisibilidad que aprendiera con un viejo chamán que había conocido tiempo atrás. Después de algunas cervezas más nos dio que él tenía la potestad de convertirse en hormiga, en cerdo, y en lechuza, como los güines ancestrales, cuyo nombre, según dicen, no se puede pronunciar tres veces seguidas, ya que es invocarlos. Este hombre parecía un güin. A veces, cuando íbamos por la calle, se arrodillaba en un camino en cruz y pedía que la aventura nos guiara a la vida y no a la perdición. Nos contó de su devoción al culto de las siete potencias africanas. Eleguá, Yemaliá, Ogún, Ochún, Orulá, Obatalá, Changó. Se me habían quedado por las canciones de Pedro Infante y Celia Cruz, y por un estudio esotérico que yo realicé sobre estos yorubas. Nos contó de la ocasión en que los siete protectores le habían propuesto sacrificar a su hijo, y que él lo había llevado obedientemente, y los protectores les perdonaron la vida y los gratificaron por su fidelidad, lo cual me hizo recordar la historia de Abraham con su hijo Isaac, y en verdad la familia de este hombre era muy protestante, todos menos él. A Su vez nos contó de una ocasión en que la Llorona le había querido perder, para llevarse a su hermano menor en un bosque silencioso y solo. Nosotros le tomamos por timador, para mí que se había subido a un poste la noche que desapareció de la policía. Todos nos estuvimos burlando de sus historias hasta una noche que se encontró en una gasolinera una cascabel en un jardín improvisado enfrente del negocio, recuerdo que se inyectó los dientes del animal en las venas, luego le arranco la cabeza de una mordida, y de su boca emergió una baba llena de sangre negra, además de espuma, sus ojos se veían aterrorizados, cayó al piso convulsionando, luego se quedó quieto, y unos segundos después se levantó de golpe. Había que decirlo, se gano nuestro respeto haciendo eso que nosotros solamente habíamos visto hacer a los perros y las musarañas, pero yo aún dudaba, ya que los yoguis y Brahmanes hindú hacen eso cuando están en trance, la verdad es como dicen, no hay que creer ni dejar de creer.
ROLANDO ENRIQUE ROSALES MURGA

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